“Me gusta la ciencia ficción… y no es por andar de fantoche”

Desde morrito, cuando apenas me salía el primer bigote y creía que las estrellas eran hoyos en el cielo por donde Dios metía la mano para rascarse, me enamoré de la ciencia ficción. No sé si fue por ver Volver al Futuro, por los episodios de Viaje a las Estrellas, o porque algún día soñé que una nave espacial me abducía para llevarme lejos de los regaños de mi jefa y los gritos del maestro de matemáticas. Pero algo me picó… y no fue precisamente la curiosidad.

Y luego, me topé con Isaac Asimov. Ese señor no escribía, ese güey te metía ideas por el cerebro como si fueran supositorios galácticos: con fuerza, sin avisar, y al final te dejaba reflexionando mientras te ardía la existencia.

Asimov me enseñó que los robots no solo eran fierros con voz de microbús. No, esos cabrones pensaban, sentían… y hasta tenían más ética que algunos políticos que conozco (sin decir nombres, pero ya saben a quién me refiero, y si no, pregunten en el Senado). Con sus Leyes de la Robótica, el doctor nos dio una cucharada de futuro con un toquecito de paranoia: ¿Y si un robot me quiere salvar… pero matándome pa’ evitar que me mate otro? Chale. Ahí fue cuando entendí que el futuro no sólo era tecnológico, también era una madriza filosófica.

Y ni hablar de su saga de Fundación. ¡Qué cosa tan sabrosa! Una combinación entre ciencia, historia y más intriga que en una cena familiar cuando tu tía revela que el primo no es hijo del tío, sino del vecino que vendía pan en los ochentas. Asimov creó un imperio galáctico que duró miles de años… y luego lo hizo tambalear con un güey que sabía estadística. Sí, leyeron bien: ¡estadística! O sea que el mismo arte de calcular probabilidades de que te chingues una caguama sin que te vea tu esposa, podía predecir el destino de toda la humanidad.

Eso sí, Asimov no era ningún angelito. Se decía ateo, le gustaban las pachangas intelectuales, y escribía más rápido que un repartidor de pizza en moto. Dicen las malas lenguas (y las buenas también, cuando no están ocupadas) que si el tipo no murió escribiendo, fue porque se le acabó el papel.

Y aquí estoy yo, a mis cuarenta y tantos, viendo cómo el futuro que soñó Asimov se parece, pero con menos elegancia: tenemos robots, sí… pero hacen bailes en TikTok; tenemos inteligencia artificial, pero la usamos para hacer filtros con cara de perro. Y sí, hay naves espaciales, pero llevan millonarios a orbitar tantito nomás pa’ presumir. O sea, sí avanzamos… pero como que nos la estamos jalando con la otra mano.

Aun así, me sigue gustando la ciencia ficción. Me gusta porque me da esperanza, porque me hace pensar, y porque si ya me va a cargar el futuro, que al menos me agarre viendo estrellas, soñando con planetas nuevos y con androides que no me quieran vender seguros, sino enseñarme a vivir.

Así que sí, me gusta la ciencia ficción. Y si un día me lleva una nave espacial con un robot que cita a Asimov mientras me hace una auditoría existencial, yo nomás le diré:

“Pásale, maestro, nomás no me vayas a meter la robótica donde no me quepa la lógica”.