Hoy, a mis cuarenta y cinco bien vividos —y mal dormidos— años, me cayó el veinte con todo y resbalón: la vida no alcanza ni pa’ los chescos. No porque no quiera uno, sino porque el cabrón del tiempo anda de culo pronto, y el Dios Cronos, ese vejete siniestro, no perdona ni a su chingada madre.
He ido a muchos conciertos, sí, a tantos que ya mis oídos hacen más eco que estadio vacío, pero me faltan un chingo más. A algunos no fui porque no me alcanzó la feria, a otros porque me alcanzó la hueva, y los más recientes porque ya me alcanzó la edad y el cansancio de andar moviendo el bote en medio de chamacos que creen que Soda Stereo es una marca de agua gasificada.
He leído libros hasta que se me encueraron los ojos, pero tengo más por leer que pelos en el bigote (y eso que ya me salen en la nariz, el lóbulo y la espalda baja, como buena señal del apocalipsis corporal). La pinche lista de libros pendientes es más larga que la fila del IMSS, y yo aquí, nomás con el reloj metiéndomela despacito, sin vaselina ni cariñito.
Y qué decir de las series. Las que ya vi, las que estoy viendo y las que dicen que tengo que ver si quiero seguir siendo parte de esta civilización. ¡No chinguen! ¿A qué hora? Entre que el Netflix, el Prime, el Disney, el HBO, el tío que me pasa links piratas y el algoritmo que me recomienda lo que nunca voy a tener tiempo de ver… ya no veo ni mis calzones cuando me los pongo al revés.
He aprendido un montón de cosas, claro, soy como el Wikipedia con patas y con más albures que el alburero de Tepito. Pero cada vez que aprendo algo nuevo, me doy cuenta que me falta el triple por saber. Es como querer echarse una orgía con todo el conocimiento del mundo: mucha emoción, pero ni aguantas, ni puedes con tanto.
Y es que la vida es culera, pero el tiempo es un cabrón sin madre. Te quita lo que más quieres: los ratos para pendejear, los momentos para aprender, las horas de descanso, las ganas de soñar. Y ni modo de decirle “espérame tantito” porque ese güey no se detiene ni para echarse un meque. Va con prisa, como cuando el aguacate está barato.
Y uno aquí, soñando con que habrá un día sin prisa, sin tráfico, sin cuentas, sin pendientes, con puro gozo, con buena música, un mezcalito y un chingo de libros en la mesa. Pero ese día no llega. Y si llega, lo más seguro es que uno ya esté empujando margaritas desde abajo.
Así que sí, a mis 45 años, me doy cuenta que la vida no alcanza. Pero igual, mientras me dure el aire, seguiré escuchando rolas, leyendo letras, viendo películas, aprendiendo lo que se me antoje… y soltando albures cada vez que pueda. Porque si ya me la va a meter el tiempo, que al menos me encuentre riéndome con los pantalones abajo y el alma bien encuerada.


Deja un comentario