
¿Dónde estaba?
Mi voz resuena en mi cabeza, pero no en mis labios.
Un salón blanco, silencioso, con rostros expectantes frente a mí.
¿Quiénes son?
Me observan con la impaciencia de quien espera una respuesta obvia.
Mi mano derecha sujeta un bolígrafo.
En mi mesa, hay un expediente con hojas llenas de tinta que no reconozco.
Veo mi firma al final de una página.
¿Cuándo firmé esto?
Parpadeo, mi boca se seca.
Un hombre joven, al otro lado del salón, me mira con nerviosismo.
¿Lo conozco?
Algo en su postura me sugiere que está esperando algo de mí.
Busco en su rostro una pista, pero solo encuentro ansiedad.
¿Esperan que hable?
Mi lengua tropieza con palabras que no encuentro.
Un murmullo recorre la sala.
—Doctor, ¿está bien?
Una voz me saca del letargo.
No sé quién ha hablado.
Mi reflejo en la mesa de cristal me devuelve la mirada.
Un hombre de traje, de canas incipientes, con gafas y ojos enrojecidos.
¿Ese soy yo?
No recuerdo haberme puesto este traje.
No recuerdo haber llegado aquí.
Alguien aclara la garganta.
—Doctor, ¿podría repetir la pregunta?
¿Pregunta? ¿Qué pregunta?
Me esfuerzo en recordar.
Un vacío me responde.
Miro el documento de nuevo, buscando alguna pista.
Nombre del sustentante: Ricardo Muñoz.
¿Quién es él?
Mi firma está ahí, pero no recuerdo haberla escrito.
Las palabras en el texto me son familiares y ajenas al mismo tiempo.
—Doctor, si necesita un momento… —alguien dice con voz cautelosa.
No. No necesito un momento.
Necesito respuestas.
Pero, ¿cómo pedirlas sin delatarme?
¿Cómo preguntar lo que se supone que debo saber?
Mi respiración se acelera.
¿Cuánto tiempo ha pasado desde que me di cuenta de esto?
Un minuto. ¿Cinco?
El joven al frente carraspea, incómodo.
Está esperando.
—Bueno… —digo, intentando ganar tiempo.
Un murmullo de alivio recorre la sala.
Decido tomar control.
—Retomemos.
Me escucho firme, convincente.
Miro de nuevo las hojas.
Un título resalta: “Impacto fiscal de la reestructuración corporativa en empresas familiares”.
No entiendo nada.
¿Es mi letra? Parece la mía.
Pero la siento ajena.
Respiro hondo.
—Explique su hipótesis nuevamente —digo con voz neutra.
Ricardo Muñoz se endereza en su silla.
Comienza a hablar.
Escucho palabras sueltas: “fusión”, “valoración”, “impacto financiero”.
Me aferro a esas palabras como si fueran anclas.
Trato de hilar el discurso, de encontrar sentido.
En mi mente, la niebla se disipa por segundos, luego vuelve a cerrarse.
Piensa. Piensa rápido.
Asiento lentamente.
Mis labios esbozan una leve sonrisa.
Hago un gesto con la mano, como si estuviera analizando profundamente.
—Interesante enfoque… —murmuro, fingiendo reflexión.
No tengo idea de qué dijo.
Pero parece que funcionó.
El joven asiente con entusiasmo, como si hubiera dicho algo brillante.
Me aferro a su entusiasmo para disfrazar mi vacío.
—Dígame, señor Muñoz… —continúo, alargando las palabras.
El joven se inclina, expectante.
—¿Cuál considera que es la principal debilidad de su modelo?
Un ligero temblor en su ceja me dice que no esperaba esa pregunta.
¡Bien! Si él duda, tengo más tiempo.
Se toma un momento para responder.
Mientras tanto, observo de reojo a los demás sinodales.
No parecen notar mi lucha interna.
El joven responde con seguridad.
Trato de seguir su discurso.
Algunas frases resuenan, pero la mayor parte se deshace en el aire.
¿Cuánto tiempo puedo sostener esto?
Me invade el miedo.
Pero luego algo sucede.
Una frase, una idea, un eco de algo que conozco.
De pronto, una conexión.
Como un hilo que se tensa entre la oscuridad.
Un recuerdo lejano se abre paso.
¡Lo sé!
Sé quién soy.
Sé por qué estoy aquí.
Mi mente se acomoda de golpe, como piezas de un rompecabezas.
Miro a Ricardo Muñoz y sonrío.
—Bien, señor Muñoz —digo, con voz firme.
—Su argumento tiene sentido, pero…
Ahora sí, hablo con certeza.
El pánico se disuelve.
Estoy de vuelta.

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