El Niño, el Pollo y el Caldo

A mí nunca me habían dejado tener una mascota.

Decían que un perro era mucha responsabilidad, que un gato iba a destrozar los sillones, que un pez se iba a morir en dos días.

Pero un día, en la feria, mi papá me compró un pollito de colores.

¡Era morado! No sabía que los pollos podían ser morados.

—Se llama Copito —dije, aunque parecía más un algodón de azúcar con patas.

Lo llevé a casa envuelto en mis manos, sintiendo su calorcito y escuchando sus pequeños “pío, pío”.

Mi mamá me miró con la boca fruncida.

—¿Y eso qué es?

—¡Mi pollo! ¡Mira qué bonito!

Mi papá le guiñó un ojo. —Lo cuida él, no te preocupes.

Mamá suspiró, pero no lo tiró a la basura, lo cual consideré un triunfo.

Puse a Copito en una caja con un trapo y un foquito caliente.

Todas las noches le contaba historias antes de dormir.

Todos los días le daba migajas de pan y agua en una tapita de yogur.

Copito era mi amigo.

Con el tiempo, algo raro pasó.

Su color morado empezó a desvanecerse.

Primero en las alas, luego en la pancita, hasta que un día era…

¡Amarillo!

—Mamá, Copito se está despintando —le dije con terror.

Mi mamá se rió.

—Los pintan en la feria, pero son pollitos normales.

Me quedé en shock.

¿Entonces no era un pollo mágico?

Copito me miró y pió como si le diera igual.

Pero lo seguí cuidando.

Creció rápido, más rápido de lo que esperaba.

De ser un plumón regordete pasó a ser un gallo que picoteaba todo.

Mi mamá se hartó cuando lo encontró en la mesa picoteando su tortilla.

—Este pollo ya no puede estar aquí —dijo con firmeza.

Yo lloré, supliqué, abracé a Copito con todas mis fuerzas.

Mi papá me revolvió el cabello.

—Tranquilo, lo vamos a llevar con tu abuelita.

La abuela tenía un corral lleno de gallinas y pollos.

Allí estaría bien.

Me despedí con lágrimas en los ojos.

—Pórtate bien, Copito.

Él solo pió y se sacudió las plumas.

Lo dejé con la abuela, pero lo visitaba todos los domingos.

Siempre lo reconocía porque era el único que me seguía cuando llegaba.

Pasaron los meses.

Copito creció aún más, tenía unas plumas hermosas y una cresta roja brillante.

La abuela decía que era el gallo más fuerte del corral.

Yo estaba orgulloso.

Hasta que un domingo todo cambió.

Llegamos a la casa de la abuela y olía delicioso.

—¡Huele a caldo de pollo! —dije emocionado.

Mi mamá y mi papá se sentaron a la mesa.

La abuela me sirvió un plato humeante con arroz y verduritas.

Me metí la primera cucharada con gusto.

—Este caldo está riquísimo, abuela.

—Claro, mijito, es con un buen pollo de rancho —dijo, sonriendo.

Seguí comiendo, mojando la tortilla en el caldito.

Entonces mi papá, con la sutileza de una piedra, dijo:

—Sí, es tu Copito.

Silencio.

Dejé la cuchara flotando en el caldo.

Mi mamá le dio un codazo a mi papá.

—¡Cállate, bruto! —susurró.

Mi corazón se detuvo.

¿Mi Copito? ¿MI COPITO?

Miré el caldo con horror.

Había un huesito flotando en el caldo.

Era su huesito.

Sentí ganas de vomitar.

—¿Me comí a mi pollo? —dije con la voz temblorosa.

La abuela me miró con ternura.

—Mijito, así es la vida. Los pollos crecen y luego… pues son para comer.

¡Pero Copito no era un pollo cualquiera!

¡Era mi amigo!

Miré mi plato, ya medio vacío.

Ya me lo había comido.

El estómago me dolió.

Sentí el caldo atorado en la garganta.

Dejé la cuchara en la mesa.

Me levanté y corrí al patio.

Miré el corral, esperando ver a Copito.

Pero no estaba.

Solo quedaban las otras gallinas, picoteando la tierra, ajenas a mi tragedia.

Mi amigo se había convertido en caldo.

Esa noche, lloré en mi cama.

Mi mamá entró y se sentó a mi lado.

—Lo sé, mi amor. Es difícil. Pero es la naturaleza.

—Pero yo lo quería… —dije entre sollozos.

Mamá me abrazó.

Pasaron los días, pero el trauma quedó.

Nunca volví a comer caldo de pollo.

Cada vez que veía un plato humeante, sentía que Copito me miraba con ojos de reproche.

Hasta la fecha, cuando escucho “pío, pío” en la calle, me da escalofríos.

Copito, lo siento.

Hoy ya soy grande.

Tengo hijos, y adivinen qué.

Un día, en la feria, mi hijo menor vino corriendo con los ojos brillantes.

—¡Mira, papá! ¡Un pollito morado!

Se me cayó el alma a los pies.

Lo miré fijamente, con el corazón palpitando.

El pollito pió, inocente.

Mi esposa sonrió. —Déjalo, es solo un pollito.

Lo acaricié con el dedo, sintiendo su calidez.

Esta vez, no será caldo.


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