En la familia Herrera nunca hubo sacerdotes.

Eran gente de negocios, abogados, ingenieros, personas prácticas que solo pisaban la iglesia para bodas, bautizos y funerales.

Cuando Santiago nació, nadie imaginó que su destino sería distinto.

Era un joven común, con planes de estudiar arquitectura y viajar por el mundo.

Pero el destino, o más bien Dios, tenía otros planes para él.

La vocación sacerdotal no se veía en su futuro.

Rezaba poco, asistía a misa por compromiso y apenas entendía las escrituras.

Sin embargo, algo cambió en su vida a los 18 años.

Una tarde, mientras estudiaba en su cuarto, sintió un ardor inexplicable en las palmas de sus manos.

Al mirarlas, vio marcas rojizas en el centro, como pequeñas heridas, pero sin dolor.

Parpadeó varias veces, pensando que era su imaginación.

Tocó las marcas, esperando sentir algún rasguño, pero no había nada extraño más que el calor intenso que emanaba de ellas.

Intentó ignorarlo, pero al día siguiente aparecieron en sus pies y en su costado derecho.

No había herida, no había sangre, pero el ardor era real.

Algo dentro de él le dijo que no era una enfermedad, sino algo más grande.

Al principio, lo mantuvo en secreto.

No quería que lo llamaran loco ni que su familia lo mandara al médico.

Pero las noches comenzaron a ser distintas.

Soñaba con una luz inmensa, con voces que no eran suyas pero que llenaban su corazón de paz.

Y en cada sueño, una presencia lo miraba con amor infinito.

—Santiago, sígueme —susurró una voz, una noche en la que la fiebre lo consumía.

Despertó empapado en sudor, con un fuego dentro que no era del cuerpo, sino del alma.

Sabía que algo había cambiado, que Dios lo estaba llamando.

Pero ¿por qué a él?

Nunca había sido un chico particularmente piadoso, nunca había sentido que pertenecía a la iglesia.

La duda lo atormentaba, pero cada vez que miraba sus manos y pies, sentía un consuelo inexplicable.

Un día, en una misa a la que asistió sin saber por qué, el sacerdote habló sobre la falta de vocaciones en el mundo.

—El Señor sigue llamando, pero pocos escuchan —dijo el padre con voz grave.

En ese momento, Santiago sintió un escalofrío recorrer su espalda.

Como si esas palabras hubieran sido dirigidas a él.

Decidió hablar con su madre.

—Mamá, creo que Dios me está llamando.

Su madre dejó de cortar las verduras y lo miró como si le hablara en otro idioma.

—¿Tú? ¿Sacerdote? Santiago, no bromees con eso.

Pero no era broma.

Su familia lo tomó con incredulidad.

—Debe ser una fase —dijo su padre.

—A lo mejor estás sugestionado —dijo su hermana.

Nadie creyó en él, pero eso no le importó.

Porque cada día, su corazón ardía más por algo que no podía explicar.

Con el tiempo, sus visiones se hicieron más claras.

Soñaba con Jesús hablándole como a un amigo.

Sentía la presencia del Padre como un refugio eterno.

Y en su interior, el Espíritu Santo soplaba con fuerza, dándole palabras que no eran suyas, pero que llenaban de paz a quienes las escuchaban.

La gente comenzó a notar que había algo diferente en él.

Podía ver el dolor de las personas sin que ellas hablaran.

Podía consolar con un toque, con una palabra.

Un día, al rezar por un enfermo, este sanó sin explicación.

La noticia corrió como fuego. Algunos lo llamaron profeta, otros lo llamaron impostor.

Pero él solo era un siervo, un hombre que respondió a un llamado.

Ingresó al seminario y se convirtió en sacerdote, pero su destino no se quedó ahí.

Su presencia atraía multitudes, no por espectáculo, sino porque su voz, su mensaje y su fe eran una llama que iluminaba la oscuridad de muchos.

Sus estigmas nunca desaparecieron, pero jamás sangraron.

Y cada vez que alguien dudaba de la existencia de Dios, Santiago solo levantaba sus manos y decía:

—Dios no se oculta, solo espera que lo escuchen.


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