
Nadie en el barrio sabía desde cuándo vivía ahí, ni siquiera si tenía casa.
Solo aparecía a veces, sentado en la banca del parque, con su cabeza de reloj dando las horas.
No era una máscara, ni un casco, ni un truco de magia. Era un reloj de verdad, con manecillas, números romanos y un tic-tac constante que se escuchaba incluso a la distancia.
Los niños le temían, los ancianos lo ignoraban y los perros le ladraban sin cesar.
Yo, en cambio, no podía dejar de mirarlo.
Un día, reuní el valor suficiente para acercarme.
—¿Qué hora es? —pregunté, porque no se me ocurrió nada mejor.
El Hombre con Cabeza de Reloj giró lentamente hacia mí.
—Las 4:38 y 27 segundos —respondió, con una voz que parecía surgir desde dentro de la maquinaria.
Me estremecí. No por la respuesta, sino por la precisión escalofriante.
Desde ese día, lo observé con más atención.
Nunca parecía moverse demasiado, pero cada vez que lo veía, estaba en una posición diferente.
Algunos días su cabeza marcaba horas distintas en cada ojo, como si viviera en dos tiempos a la vez.
Otros días, sus manecillas se movían al revés, como si estuviera desafiando el tiempo mismo.
Y entonces noté algo aún más extraño: la gente que se sentaba cerca de él envejecía más rápido.
Un hombre de cabello negro y barba espesa se sentó a su lado una tarde de octubre.
Veinte minutos después, cuando se levantó, su cabello estaba lleno de canas y sus manos temblaban.
Vi a una madre sentarse con su bebé en brazos.
Al poco rato, el bebé se convirtió en un niño de cinco años.
Pero lo peor fue cuando un anciano se sentó junto a él.
Apenas pasaron unos segundos antes de que el anciano se desmoronara en polvo.
Me quedé paralizado, sintiendo un nudo en la garganta.
El Hombre con Cabeza de Reloj no reaccionó. Solo siguió sentado, con su tic-tac inmutable.
Entonces entendí lo que estaba viendo:
No era un hombre. Era el Tiempo mismo.
Mi mente se llenó de preguntas. ¿Desde cuándo estaba ahí? ¿Siempre había existido?
¿Él decidía quién vivía más y quién menos?
¿O solo era una consecuencia de su existencia?
Decidí acercarme de nuevo, esta vez con más temor que curiosidad.
—¿Quién eres? —pregunté en voz baja.
El Hombre con Cabeza de Reloj me miró, y por primera vez, sus manecillas se detuvieron.
—Soy lo que nadie puede evitar.
—¿Y por qué estás aquí?
—Porque ya es tu hora.
Sentí un escalofrío recorrerme la espalda.
Miré mis manos y noté que estaban arrugadas.
Mi cabello, antes corto y oscuro, ahora caía en mechones blancos sobre mis hombros.
Mi cuerpo se sentía pesado, como si hubiera envejecido en un instante.
—Pero… pero aún tengo cosas por hacer —balbuceé.
—Todos dicen lo mismo —respondió el Hombre con Cabeza de Reloj.
Intenté alejarme, pero mis piernas ya no respondían.
Mi respiración se volvió lenta, pesada, como si cada tic-tac de su cabeza me arrancara un segundo de vida.
—Por favor… dame más tiempo.
Él me miró, como si estuviera considerando mi súplica.
Entonces, con un leve movimiento de su cabeza, sus manecillas comenzaron a retroceder.
Un vértigo me envolvió.
Sentí mi piel rejuvenecer, mi cabello recuperar su color.
Mi mente volvió a su estado original, como si nada hubiera pasado.
Me encontré de pie, sano, joven otra vez.
El Hombre con Cabeza de Reloj se puso de pie y caminó hacia la sombra de los árboles.
Antes de desaparecer, giró por última vez hacia mí.
—Usa bien lo que te queda —dijo, y su voz fue un eco en el aire.
Cuando parpadeé, ya no estaba.
Miré mi reloj de pulsera, temblando. Seguía marcando la misma hora de cuando me acerqué a él.
Pero dentro de mí, sabía que había perdido mucho más tiempo del que jamás podría recuperar.

Deja un comentario