El día que conocí a Joe Montana

Si alguien me hubiera dicho que un día conocería a Joe Montana, le habría soltado un “¡Sí, ajá!” con toda la incredulidad del mundo. Pero ahí estaba yo, con mi sudadera de los 49ers (comprada en un tianguis, pero con orgullo), esperando a que el destino me diera mi momento con el más grande.

Todo comenzó en un evento de firmas de autógrafos en un centro comercial. No era cualquier centro comercial, sino uno de esos fifís donde hasta los maniquíes te ven feo si no traes marca. Yo, con mi jersey apretado de los Niners y mi gorra desteñida, me sentía como un infiltrado en tierra hostil.

La fila era larguísima, una serpiente de chavorrucos con panza chelera, niños emocionados sin saber realmente quién era Montana, y señores que claramente habían pedido el día en la oficina para estar ahí.

—No manches, güey, el GOAT, el que nos dio cuatro Super Bowls —decía un señor con bigote canoso y una chamarra que parecía sacada de los 80.

Yo solo asentía, porque la verdad es que todo lo que sabía de Joe Montana lo aprendí viendo videos en YouTube y escuchando a mi tío Carlos decir que, después de él, el fútbol americano se había “echado a perder”.

Cuando finalmente lo vi, sentí que el tiempo se detenía. Ahí estaba: Joe Cool, el hombre que lanzó pases como si fueran poesía en movimiento. Tenía el cabello blanco, pero aún conservaba esa mirada de tipo que siempre encuentra la zona de anotación.

—Hello, young man —me dijo con una sonrisa cuando llegó mi turno.

Yo, obviamente, me quedé pasmado. En mi cabeza tenía preparado un discurso épico sobre cómo él había cambiado el juego, sobre la conexión con Jerry Rice, sobre “The Catch” y cómo mi papá me contaba que era mejor que Brady.

Pero en lugar de eso, lo único que salió de mi boca fue:

—Joe… I… you… good… football… big fan…

Sí, básicamente hablé como Tarzán después de una golpiza.

Montana sonrió, claramente acostumbrado a lidiar con fans que pierden la dignidad en su presencia. Agarró mi jersey, firmó su nombre con una calma digna de alguien que lanzó pases bajo presión en el Super Bowl, y me dio una palmada en el hombro.

—Enjoy the game, buddy.

Me alejé de la mesa flotando, como si acabara de ver a Dios echándose un tocho en el parque. Pero mi momento de gloria duró poco.

Al dar el primer paso hacia la salida, emocionado, sin ver por dónde iba, choqué con un stand de gorras y me fui de bruces al suelo. Mi jersey de los 49ers quedó estampado en el piso, mi gorra salió volando y mi dignidad quedó ahí, en exhibición para todos.

Montana se asomó, preocupado.

—Are you okay? —preguntó, con una mezcla de compasión y vergüenza ajena.

Yo, desde el suelo, con la cara roja y el alma en pedazos, solo levanté el pulgar.

—Yes, Joe… just like your O-line in the 80s, I was caught off guard.

Se rió, me ayudó a levantarme y, por un instante, supe que aunque el encuentro fue breve, había dejado mi huella en la historia.

Bueno, en la historia del ridículo, pero algo es algo.


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