
Marta y Julia eran hermanas, aunque más parecían desconocidas.
Desde pequeñas, su relación había sido tensa, marcada por silencios largos y resentimientos soterrados.
Marta era la mayor, pragmática y controladora. Julia, en cambio, era retraída, con una extraña fascinación por lo oculto.
Después de años de distancia, se reencontraron tras heredar una vieja cabaña en el bosque de sus padres.
Marta propuso venderla, pero Julia insistió en quedarse. “Hay algo especial aquí”, dijo con una sonrisa extraña.
Desde el primer día, Marta notó que algo no iba bien.
La cabaña estaba rodeada de árboles altos, tan juntos que apenas dejaban pasar la luz.

Pero lo que más le inquietaba era la puerta en el suelo del sótano.
Era una puerta de madera pesada, cerrada con un candado oxidado, como si protegiera algo que no debía ser abierto.
Julia, sin embargo, parecía obsesionada con ella.
—¿Qué crees que hay ahí abajo? —preguntó Julia una noche mientras cenaban.
—Nada que nos importe —respondió Marta, tajante.
Pero Julia no dejó de insistir. —¿Y si es algo valioso?
Marta bufó. —Seguramente solo hay ratas y polvo.
Pero en el fondo, sabía que algo no estaba bien con esa puerta.
Julia comenzó a pasar más tiempo en el sótano, sentada frente a la puerta, como esperando algo.
Marta trató de ignorarlo, pero una noche escuchó ruidos extraños provenientes de abajo.
—¿Julia? —gritó desde la sala, pero no obtuvo respuesta.
Bajó las escaleras y encontró a su hermana sentada frente a la puerta, murmurando algo.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó, alarmada.
Julia levantó la vista lentamente. Sus ojos parecían apagados, como si estuviera en trance.
—La puerta… me llama —susurró.
Marta la apartó y la llevó de vuelta a su habitación, decidida a cerrar ese tema de una vez por todas.
Esa noche, mientras intentaba dormir, escuchó lo que parecían golpes bajos, como si algo rascara la madera desde el otro lado de la puerta.
—Es tu imaginación —se dijo a sí misma, aunque el sonido continuaba.
A la mañana siguiente, Marta encontró a Julia de nuevo en el sótano, con una palanca en la mano.
—Voy a abrirla —dijo Julia, con una determinación que Marta no había visto antes.
—¡No lo hagas! —gritó Marta, quitándole la herramienta.
—No entiendes, Marta. Hay algo ahí abajo, algo que quiere salir.
Marta la miró con incredulidad. —Exactamente por eso no deberíamos abrirla.
Julia cedió, pero durante los días siguientes, su comportamiento se volvió más extraño.
Apenas comía, hablaba menos, y cada noche bajaba al sótano sin que Marta se diera cuenta.
Una noche, Marta decidió seguirla. La encontró sentada frente a la puerta, susurrando palabras en un idioma que no entendía.
—Julia, ¡ya basta! —dijo, encendiendo la luz.
Julia la miró con una sonrisa torcida. —No me puedes detener.
Esa misma noche, Marta decidió asegurarse de que la puerta no pudiera ser abierta.
Colocó muebles pesados sobre ella y revisó el candado. Estaba segura de que Julia no podría moverlos sola.
Pero al despertar al día siguiente, encontró la sala vacía. Los muebles habían sido apartados.
Y lo peor: la puerta estaba abierta.
Un frío indescriptible subía desde el oscuro agujero.
—¡Julia! —gritó, mirando hacia el sótano vacío.
Bajó corriendo las escaleras, pero no encontró rastro de su hermana.
Solo el agujero oscuro, con un olor a tierra húmeda y algo más… algo podrido.
Marta sintió un impulso de entrar, pero el miedo la detuvo.
—Julia, si estás ahí, sal ahora mismo.
No hubo respuesta, solo un susurro lejano que no alcanzó a distinguir.
De repente, algo se movió dentro del agujero. Marta retrocedió, sintiendo que el pánico le apretaba el pecho.
Entonces, escuchó la voz de Julia, pero no venía de abajo.
—¿Por qué tenías que meterte, Marta? —dijo desde detrás de ella.
Se giró rápidamente y vio a Julia, pero algo en su rostro había cambiado.
Sus ojos eran completamente negros, y su sonrisa era inhumana.
—La puerta ya no importa. Ahora somos libres.
Antes de que Marta pudiera reaccionar, Julia se lanzó hacia ella con una velocidad imposible.
La oscuridad del agujero pareció tragarlas a ambas, y la casa quedó en silencio.
Al día siguiente, la puerta estaba cerrada de nuevo, como si nunca hubiera sido abierta.

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