
El impacto fue tan absurdo como inesperado. Estaba caminando descalzo en la sala, como cualquier día, cuando la pata de la mesa decidió recordarme su existencia.
Un golpe seco, cruel, justo en el dedo pequeño del pie izquierdo. Ese que todos ignoramos hasta que se convierte en el centro del universo.
El dolor llegó como una descarga eléctrica, rápida y letal, subiendo desde el pie hasta el cerebro, donde se transformó en un grito interno: ¡Maldita mesa!.
Me desplomé en el sillón más cercano, aferrándome al pie con ambas manos, como si eso pudiera revertir el daño. Pero no era solo el golpe. Algo estaba mal. Muy mal.
Miré mi dedo pequeño y lo vi inclinado en un ángulo que desafiaba las leyes de la anatomía. ¿Así debería verse?, pensé con un sudor frío recorriendo mi frente.
Intenté moverlo, un gesto inútil que solo provocó una ola de dolor agudo que me dejó sin aliento. Era como si todo mi pie estuviera conectado directamente a un nervio que alguien había decidido torturar con un tenedor caliente.
¿Y para qué sirve ese dedo, realmente? Siempre está ahí, olvidado en la esquina del pie, sin aportar nada, sin hacer ruido. Pero ahora, ahora era un tirano, un dictador diminuto que había tomado control de mi cuerpo.
Intenté levantarme, apoyando apenas el pie en el suelo. Error. El más mínimo roce me hizo ver estrellas. Era como si un ejército de agujas marchara al ritmo de mi respiración.
—¡Todo por ese maldito dedo inútil! —gruñí, hablando solo, porque nadie estaba ahí para presenciar mi desgracia.
En mi mente, repasé su historial: ¿cuándo fue la última vez que ese dedo hizo algo útil? ¿Alguna vez se destacó en algo? ¿O solo estaba ahí, esperando su oportunidad de vengarse por años de indiferencia?
El resto del pie parecía mirarlo con vergüenza. Los otros dedos, alineados y funcionales, ahora dependían del más inútil de todos, que había decidido declararse en huelga.
Cojeé hasta el baño, cada paso una negociación dolorosa entre orgullo y supervivencia. Me miré en el espejo, sudoroso, pálido, como si estuviera a punto de enfrentar un juicio divino.
¿Podía arreglarlo solo? Tal vez un pequeño empujón lo devolvería a su lugar. Pero, ¿y si lo rompía más? La idea de tocarlo me hizo temblar.
El tiempo parecía detenerse mientras contemplaba mi dedo pequeño, esa diminuta extremidad que de repente tenía el poder de decidir mi destino.
Entonces, un pensamiento oscuro cruzó mi mente: ¿y si este es mi castigo? ¿Por qué, no lo sé, pero el universo tiene maneras extrañas de cobrarnos las deudas que no sabíamos que teníamos?
Me senté en el suelo del baño, sosteniendo el pie, incapaz de decidir qué hacer.
El dolor seguía ahí, pulsante, constante, como un recordatorio de que hasta lo más pequeño puede desmoronar un día entero.
Y así, entre el calor del dolor y el frío de la incertidumbre, entendí que el dedo pequeño no es inútil. Es un mensajero cruel, que viene a recordarnos nuestra fragilidad.
Pero lo peor de todo es que aún no sé si podré caminar mañana.

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