Samuel había oído hablar de la Puerta Santa toda su vida. Era un símbolo de redención, una promesa de absolución para los que atravesaran su umbral durante el Año del Jubileo.

Pero para Samuel, no era un lugar de esperanza. Era un recordatorio de su pasado, de las decisiones que lo habían condenado.

En la quietud de una tarde gris, decidió viajar a la ciudad donde la Puerta Santa estaba abierta, una oportunidad única que solo ocurría cada 25 años.

El camino fue solitario, como su vida. Desde el incidente, había evitado a todos: familia, amigos, incluso a Dios.

Llegó justo antes del anochecer. La plaza frente a la catedral estaba desierta. Las sombras de las gárgolas caían pesadas sobre el suelo.

Samuel sintió un escalofrío al acercarse. La puerta era imponente, adornada con relieves de santos y escenas de penitencia.

Frente a ella, una inscripción en latín: “Quien pase por aquí encontrará el perdón de Dios.”

—¿Y si no lo merezco? —susurró Samuel, con las manos temblorosas.

Su mente volvió al pasado, al día que había cambiado su vida.

Era joven, impulsivo, y su ambición lo llevó a traicionar a alguien que confiaba en él.

Fue un negocio turbio, dinero fácil, pero las consecuencias fueron terribles.

Su mejor amigo, Andrés, había pagado con su vida por la codicia de Samuel.

No hubo juicio ni castigo, solo la culpa, un peso que cargaba cada día como una cadena invisible.

Se había convencido de que nunca sería perdonado.

Pero la Puerta Santa ofrecía una posibilidad, aunque mínima, de redención.

Dio un paso hacia adelante, pero algo lo detuvo. Una figura encapuchada estaba de pie junto a la puerta, inmóvil.

—¿Buscas perdón? —preguntó la figura con una voz grave que resonó en la plaza vacía.

Samuel se sobresaltó. —¿Quién eres?

—Alguien que sabe lo que has hecho.

Samuel sintió cómo la sangre se le helaba.

—Yo… no sé de qué hablas —balbuceó, aunque sabía perfectamente que mentía.

La figura dio un paso hacia él. Bajo la capucha, un rostro pálido y vacío lo observaba.

—No puedes engañarme, Samuel. Lo que buscas no está detrás de esa puerta.

—¿Cómo sabes mi nombre? —preguntó, retrocediendo un paso.

—Porque he estado contigo desde el día que cruzaste la línea.

Samuel sintió un sudor frío. —¿Eres… un demonio?

La figura rió, un sonido hueco y sin alegría. —No. Soy tu conciencia, el eco de tus decisiones.

—¿Entonces qué haces aquí?

—Asegurarme de que entiendas lo que significa cruzar esa puerta. No es un atajo. No borra lo que hiciste.

Samuel bajó la mirada. —Solo quiero paz.

—¿Paz? —replicó la figura, con una mueca burlona. —La paz no se encuentra en las piedras talladas ni en los rituales.

Samuel sintió que las lágrimas comenzaban a brotar. —¿Entonces qué debo hacer?

—Enfréntate a lo que hiciste. Mira a los ojos a tus actos y acepta lo que has sido.

—¿Y eso me dará el perdón?

—El perdón no es una moneda que se paga. Es algo que debes encontrar en ti mismo.

Samuel miró la puerta nuevamente. Sus manos temblaban, pero algo en sus palabras le hizo sentir que debía intentarlo.

Dio otro paso hacia adelante, pero la figura se interpuso.

—Antes de cruzar, dime: ¿por qué mereces ser perdonado?

Samuel titubeó. —No lo sé. Solo quiero intentarlo.

La figura lo observó por un largo momento, luego se apartó.

Samuel avanzó. El frío del mármol bajo sus pies era casi insoportable.

Al cruzar el umbral, sintió una oleada de emociones: dolor, arrepentimiento, y algo que no podía identificar.

Pero al abrir los ojos, no estaba dentro de la catedral.

Estaba en un lugar oscuro, sin paredes ni techo, solo un abismo infinito.

Frente a él, Andrés lo miraba fijamente, su rostro pálido e inerte.

—Andrés… yo… lo siento tanto… —susurró Samuel, cayendo de rodillas.

—¿Por qué ahora? —preguntó Andrés, su voz resonando como un eco infinito.

—Porque ya no puedo vivir con esto.

Andrés lo miró en silencio, luego señaló detrás de él.

Samuel volteó y vio la Puerta Santa, cerrándose lentamente.

Intentó correr hacia ella, pero sus piernas no se movían.

Andrés habló de nuevo: —El perdón no es una salida, Samuel. Es un puente que debes construir tú mismo.

La puerta se cerró por completo, dejando a Samuel atrapado en la penumbra.

Ahora entendía que el perdón no era un acto divino, sino un camino que debía recorrer solo.

Y mientras la oscuridad lo rodeaba, supo que, quizá, nunca saldría de ahí.


Comentarios

Una respuesta a “La Puerta Santa”

  1. Gracias, un buen cuento que me hizo sentir lo que le sucede a Samuel ¡Felicidades!

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