
Cada 24 de diciembre, la familia Gómez tenía una tradición sagrada: arrullar al niño Jesús. Pero no era cualquier niño, ¡no señor! Era “El Niño de las Monedas”, una figura que había pasado por cinco generaciones de hijas mayores.
La leyenda familiar decía que dentro de la figura había siete monedas de oro fundidas en los tiempos de Villa, y sus ojos eran perlas tan valiosas que, si se vendían, podían comprar una casa en Las Lomas.
La abuela repetía siempre: “El que se quede con el niño, que lo cuide, porque en él está la fortuna de la familia”.
Todos lo sabían, pero nadie lo decía en voz alta: el niño era un seguro de vida, por si las cosas se ponían feas.
Este año, las cosas estaban feas. Muy feas para Lourdes, una prima lejana que andaba ahorcada con las deudas de una tanda que no había pagado.
Lourdes debía cinco semanas a “Doña Pelos”, la líder del mercado, famosa por cobrar con interés y, si no pagabas, con su comadre la “Víbora”.
—Prima, préstame algo, lo que sea —le dijo a Alicia, la encargada actual del niño.
—¿Y yo de dónde, Lourdes? Lo único valioso que tengo es el niño, y ya sabes que ese no se toca —respondió Alicia con tono solemne.
Pero Lourdes no pensaba quedarse de brazos cruzados.
Esa noche, mientras ayudaba a preparar los tamales, se le ocurrió un plan: durante la arrullada, “accidentalmente” haría que el niño cayera y aprovecharía el caos para quedarse con uno de esos ojos valiosos.
—¿Y qué vas a hacer con un ojo? —le preguntó su marido cuando le contó el plan.
—¡Pues venderlo, pendejo! ¿Qué más? ¿O tú quieres que Doña Pelos me mande a la Víbora?
Su marido se encogió de hombros. —Nomás no hagas mucho escándalo, luego eres bien exagerada.
Lourdes ensayó el movimiento frente al espejo. Era simple: un leve tropezón, el niño al suelo, y el ojo sería suyo.
La noche llegó, y con ella, la hora de la arrullada.
Toda la familia estaba reunida en la sala. El árbol brillaba, los niños corrían, y el olor a ponche llenaba el aire.
Alicia tomó al niño con el mismo cuidado que un cirujano sosteniendo un corazón.
—Vamos a cantarle al niño, pero recuerden, con respeto —dijo, mientras lo pasaba a las manos de su hermana mayor.
Lourdes estaba al acecho, esperando su momento.
Cuando le tocó cargar al niño, sintió un escalofrío. “Este ojito va a ser mi salvación”, pensó.
Con un paso falso perfectamente calculado, Lourdes tropezó y dejó caer al niño.
—Noooo! —gritó Alicia, mientras todos se lanzaban al suelo como si se tratara de un rescate militar.
El niño rebotó, y uno de sus ojos, esa preciosa perla, salió disparada.
—¡El ojo! —gritó un niño, señalando cómo rodaba por el suelo como canica en feria.
Lourdes, rápida como un gato, se lanzó tras él.
Pero no era la única. Sus sobrinos lo habían visto también y creían que era un juego.
—¡Es mío, es mío! —gritó el más pequeño, mientras lo perseguía por debajo del sofá.
Lourdes, sudando frío, intentaba mantener la compostura.
—¡Niños, déjenme eso! No es para jugar —dijo, fingiendo indignación.
Pero los chamacos no la escucharon.
El ojo rodó hasta la cocina, chocando contra el pie de una mesa.
Lourdes lo vio y se lanzó con la precisión de una campeona olímpica de boliche.
—¡Aquí estás! —murmuró, mientras lo tomaba con manos temblorosas.
Pero justo cuando se levantaba, Alicia apareció en la puerta.
—¿Qué estás haciendo?
—Nada, nada. Estaba viendo si el niño estaba bien. —Lourdes guardó el ojo en el bolsillo de su vestido con un movimiento rápido.
Alicia la miró con sospecha, pero decidió no decir nada.
El resto de la noche transcurrió entre risas y villancicos, pero Lourdes no podía pensar en otra cosa más que en su botín.
“Mañana mismo lo vendo”, pensó mientras se despedía de la familia.
Esa noche, soñó con el dinero: las tandas pagadas, las compras en el mercado, y Doña Pelos llamándola “señora Lourdes” con respeto.
A la mañana siguiente, Lourdes fue al centro con el ojo en un pañuelo.
Llegó a una joyería pequeña, de esas que prometen pagar bien por “piedras preciosas y metales finos”.
El dueño examinó el ojo con una lupa, torciendo la boca como si estuviera ante algo fuera de lo común.
—¿Cuánto me da por esto? —preguntó Lourdes, tratando de sonar casual.
El hombre levantó la vista, serio.
—Esto no es una perla.
—¿Cómo que no? —Lourdes sintió que el mundo se le caía encima.
—Es plástico. Del barato, además. Ni cinco pesos vale.
Lourdes salió de la joyería con la cara más roja que un jitomate.
Al volver a casa, Alicia estaba esperándola.
—¿Dónde está el ojo del niño?
Lourdes suspiró y sacó el ojo del bolsillo.
—Aquí está. Yo… yo solo quería salvarme de una deuda.
Alicia lo tomó, suspirando.
Lourdes se quedó en silencio. En el fondo, no podía decidir qué dolía más: la deuda o la estupidez de haberlo intentado.

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