El último show del hipnotizador

Era una noche de lujo y expectativas. El Salón Espejos del Hotel Imperial estaba lleno. Había invitados vestidos de gala, luces brillantes y un aire de sofisticación que casi opacaba la fama del invitado especial.

Ernesto Galván, conocido como “El Maestro de la Mente”, estaba por realizar su único show en la ciudad. Se rumoraba que era un hipnotizador implacable, capaz de llevar a cualquiera a lo más profundo de su subconsciente.

Las entradas habían volado en minutos. Incluso los críticos más duros estaban ansiosos por ver su actuación.

El maestro apareció en el escenario con un aire solemne. Alto, delgado, con un porte elegante. Vestía un impecable traje negro y una capa que agitaba con cada movimiento.

“Señoras y señores, bienvenidos a un viaje a los confines de la mente”, anunció con una voz profunda que resonó en cada rincón del salón.

Su espectáculo fue perfecto. Hipnotizó a una mujer que creyó ser una bailarina de flamenco. Hizo que un hombre se riera sin parar al escuchar la palabra “quesadilla”. Incluso un escéptico crítico terminó aplaudiendo como si fuera un niño emocionado.

El público estaba maravillado. Ernesto Galván parecía más un mago que un hipnotizador.

Sin embargo, mientras la ovación llenaba el salón, una voz interrumpió el éxtasis.

—¡Todo esto es una farsa! —gritó un hombre desde la primera fila.

El murmuro se extendió como un incendio. Todos voltearon hacia la fuente del comentario.

Era Arturo Mancera, un multimillonario famoso por su arrogancia y su desprecio por cualquier cosa que no pudiera comprar.

—Usted no es más que un farsante —continuó Arturo, de pie, con un whisky en la mano. —Quiero ver si tiene lo que se necesita para hipnotizarme.

Ernesto lo observó con calma, pero el brillo de sus ojos traicionaba un interés genuino.

—Señor Mancera, la hipnosis no es para todos —dijo con voz calmada.

—¿No para todos o no para los que no creen en tonterías? —replicó Arturo, arrancando algunas risas nerviosas de los asistentes.

—Está bien —aceptó Ernesto finalmente, alzando una mano para pedir silencio. —Si usted lo desea, lo intentaré. Pero quiero añadir algo más: ¿por qué no hacemos esto más interesante?

—Estoy escuchando —dijo Arturo, con una ceja arqueada.

—Si logro hipnotizarlo, usted me dará cien mil dólares.

Las risas se apagaron. El público contuvo la respiración. Arturo, sin dudarlo, aceptó el reto.

Subió al escenario con un aire de superioridad.

Ernesto tomó su lugar frente a Arturo. Su voz resonó grave y melodiosa mientras iniciaba el proceso.

—Mire fijamente este péndulo. Escuche mi voz. Sienta cómo su mente se relaja. Cada palabra lo lleva más profundo… más profundo…

Arturo cerró los ojos, siguiendo las instrucciones.

Ernesto continuó con sus frases clásicas, llenas de misticismo y autoridad. Pero después de varios minutos, algo no iba bien.

Arturo abrió un ojo y sonrió burlonamente.

—¿Eso es todo? —dijo Arturo, soltando una carcajada que resonó en todo el salón.

Ernesto sintió el sudor en la nuca. Lo intentó de nuevo, repitiendo sus palabras con más intensidad.

Pero Arturo no se inmutó. Al final, dejó escapar una risa que hizo que todo el público estallara también.

—Le dije que era un farsante —dijo el multimillonario, regresando a su asiento entre aplausos sarcásticos.

Ernesto terminó su show con dignidad, pero algo en su mirada dejó en claro que no había olvidado la humillación.

Días después, Arturo, como de costumbre, visitó uno de sus bancos para hacer un retiro.

Se dirigió al cajero automático más cercano. Quería llevarse algo de efectivo para un viaje.

Sacó su tarjeta, ingresó el PIN, y solicitó un retiro de doscientos mil dólares.

Tomó el dinero, lo metió en su portafolio, y salió del lugar, hablando por teléfono sin prestarle atención al mundo.

Pero algo extraño ocurrió cuando llegó a su coche.

Miró su portafolio y no encontró nada. Ni billetes, ni comprobantes, ni siquiera rastros del retiro.

Confundido, regresó al banco. Levantó una queja, exigiendo respuestas.

Los empleados revisaron las cámaras de seguridad. Ahí estaba él, sacando el dinero, metiéndolo en su portafolio… y entregándoselo a alguien con gabardina y sombrero.

—Pero… yo no recuerdo haber hecho eso —dijo Arturo, cada vez más alterado.

En las imágenes, el hombre con la gabardina se giró hacia la cámara por un instante. Era Ernesto Galván, quien sonreía con una mueca implacable antes de desaparecer.


Comentarios

Una respuesta a “El último show del hipnotizador”

  1. muy bien paquísima sigue asi

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