No era la primera vez que algo extraño ocurría frente a aquel espejo. Había heredado ese mueble de mi abuela, quien siempre advertía sobre los peligros de “reflejarse demasiado”. Nunca entendí a qué se refería.
Mi vida, por lo demás, era una rutina sin mayor sobresalto. Profesor de literatura en una universidad pequeña, con pocas amistades y ningún vínculo cercano desde la muerte de mi madre. El espejo era solo un objeto más en mi cuarto. Hasta esa noche.
Había corregido exámenes hasta tarde. Los estudiantes, como siempre, divagaban entre mediocridades y frases robadas de internet. Apagué la luz del escritorio, y la tenue lámpara del buró arrojó un reflejo pálido sobre el cristal del espejo.
Fue entonces cuando lo noté: un movimiento sutil, un destello de algo que no coincidía con mis propios gestos. Me quedé inmóvil, conteniendo la respiración.
—Es solo tu imaginación —me dije en voz baja, pero mi mente se negaba a aceptar esa explicación.
Me acerqué al espejo, observando con cuidado. Mis ojos estaban cansados, pero el reflejo… el reflejo parecía fresco, como si tuviera energía propia.
Me pasé una mano por el rostro, sintiendo el desgaste de un día largo. En el espejo, la mano subió más lentamente, como si mi reflejo estuviera deliberadamente retrasando el movimiento.
Un escalofrío recorrió mi espalda. Parpadeé varias veces, pero no desapareció. Estaba seguro: no era yo quien se movía en ese espejo.
Me retiré un paso, intentando razonar. Los espejos reflejan, no actúan. Y sin embargo, ahí estaba. Mi imagen, mirándome con algo que no era simple interés; era algo más profundo, más oscuro.
Decidí ignorarlo. Tal vez el cansancio me estaba jugando una mala pasada. Apagué la lámpara y me metí a la cama, pero el sueño tardó en llegar.
A la mañana siguiente, me convencí de que todo había sido un error. Me acerqué al espejo con una taza de café en la mano, dispuesto a enfrentar mi paranoia.
—Esto es ridículo —dije en voz alta. El reflejo hizo exactamente lo mismo. Esta vez no hubo desincronización.
Sentí un alivio momentáneo, pero al darme la vuelta, algo me detuvo. Mi reflejo aún estaba de frente, observándome.
Dejé caer la taza al suelo. El sonido de la porcelana rompiéndose resonó como un disparo. No podía apartar la vista del espejo.
—¿Quién eres? —murmuré, pero no hubo respuesta. Solo esos ojos, mis ojos, cargados de algo que parecía reproche.
Durante días, evité el espejo. Me vestía de espaldas a él, cerraba la puerta del cuarto al anochecer y me aseguraba de no cruzar mi reflejo en ningún momento.
Pero el miedo no disminuía. Sentía su presencia, como si desde el cristal alguien estuviera observándome constantemente.

Una noche, incapaz de soportarlo más, volví a enfrentarlo.
—¿Qué quieres de mí? —grité, con el pecho apretado por la angustia.
El reflejo sonrió. No fue mi sonrisa, sino una mueca torcida, casi burlona.
La lógica me abandonó. Estaba atrapado en algo que no podía explicar, pero que parecía demasiado real para ignorarlo.
Decidí investigar. Consulté libros sobre lo sobrenatural, viejos tratados que hablaban de espejos como portales y relatos de personas que aseguraban haber visto “algo más allá”.
Todo parecía una locura. Pero cuanto más leía, más sentido tenía. ¿Y si ese espejo no era solo un objeto? ¿Y si mi abuela sabía algo que nunca compartió conmigo?
Una noche encontré, en un rincón olvidado de su diario, una frase que me congeló: “El espejo muestra lo que escondemos. Cuidado con lo que dejas que vea”.
¿Qué había en mí que el espejo estaba revelando?
Esa misma noche, decidí confrontarlo. Llevé el espejo al centro del cuarto, apartando muebles y cualquier distracción.
—Si tienes algo que decirme, dilo ahora —exigí, con más valentía de la que sentía.
La figura en el cristal no respondió. Pero comenzó a moverse, no para imitarme, sino para actuar por cuenta propia.
Me mostró escenas de mi vida: momentos que había olvidado, errores que había enterrado.
Allí estaba yo, tomando decisiones que lastimaron a otros, ignorando responsabilidades, huyendo de todo lo que me hacía vulnerable.
Intenté apartar la vista, pero no pude. Era como si el espejo estuviera exponiendo todo lo que había intentado ocultar, no solo de los demás, sino de mí mismo.
—¡Basta! —grité, pero el reflejo continuó, como si disfrutara de mi sufrimiento.
Finalmente, me vi en un momento que creí haber enterrado para siempre: la noche en que mi madre murió.
Recordé cómo había evitado despedirme de ella por orgullo, por no querer enfrentar su fragilidad.
El reflejo se detuvo. Me miró con algo que parecía compasión.
—¿Eres… yo? —pregunté, con la voz quebrada.
El reflejo asintió. Y entonces ocurrió algo que no esperaba: salió del espejo.
Quedé paralizado mientras esa figura, idéntica a mí, tomaba mi lugar.
—Ahora es mi turno —dijo, con una voz que era la mía, pero cargada de autoridad. Antes de que pudiera reaccionar, fui absorbido por el espejo.
Desde entonces, estoy atrapado aquí, mirando al hombre que ahora vive mi vida. Y me pregunto: ¿soy el verdadero reflejo o siempre fui solo una sombra de lo que él es?

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