
Mira, compadre, uno no anda con la vida resuelta, pero ¿qué más quisiera? A veces, nomás soñamos con ese golpe de suerte que nos saque de esta miseria de vivir al día, de contar los pesos como si fueran migajas. ¿Te imaginas? Todo el tiempo con la fantasía de toparnos un billetito ganador. Pero deja te cuento lo que me pasó.
La cosa empezó el lunes pasado. Fui al mercadito, ya sabes, a surtirme con las cositas para vender. Tengo mi puestecito de garnachas en la esquina de la colonia, cerca de la iglesia. Ahí es donde me echo mis tacos y mis quesadillas. Pues total, iba yo bien tranquilo y, de repente, escucho a don Chuy, el lotero de la colonia, gritando a todo pulmón: «¡Suerte, suerte, suerte! ¡Lotería acumulada de quinientos millones!».
¿Te imaginas quinientos millones? Con esa lana, compadre, yo ya no tendría que andar haciendo quesadillas ni chambeando en ese calorón. Me emocioné, qué te digo. Así que sin pensarlo mucho, le compré un boleto. Me acuerdo bien que el número era el 453278. Dije, «No pierdo nada». Claro, yo mismo me dije que era una tontería, pero algo en el pecho me hizo pensar que esta vez, esta vez sí la pegaba.
Pasaron los días. Me distraje con la talacha y con las noticias en la tele, que ya ni las ganas dan de ver, pero ahí andaba yo, enganchado, viendo cómo ganó Trump en los gabachos y luego, al otro día, Claudia Sheinbaum tomando la presidencia aquí. Pero en fin, no eran mis asuntos. A mí lo único que me importaba era mi boleto y esos quinientos millones.
Llegó el domingo. Se hizo el sorteo y, al principio, ni quise prender la tele. Me daba pena que fuera otro boleto más tirado a la basura. Pero bueno, uno es aferrado y terminé prendiendo la tele para ver los numeritos. Ya sabes, nomás por si acaso.
Cuando vi el número ganador, sentí cómo el corazón se me salía del pecho. Ahí estaban, claritos, los números de mi boleto: 453278. ¡Quinientos millones, compadre! ¿Sabes lo que significa eso? ¡Mi vida cambiaba! Ya me veía con mi casota, mi camioneta, hasta me imaginé viajando por Europa, comiendo algo más fino que los tacos de mi puesto.
Me fui de volada a mi cuarto, casi tirando los trastos que tenía en la mesa. Empecé a buscar el boleto por todos lados, pero nomás no lo encontraba. Revisé entre mis camisas, en los cajones, hasta en el bote de la ropa sucia. Nada. Mi corazón se aceleraba, y no en buena forma. «¿Dónde chingados lo dejé?», me dije, medio asustado.
Me cayó la desesperación. Me tiré al suelo, revisando debajo de la cama, de los muebles, de cada rincón como si fuera un loco. Y nada. Que no aparecía. Me senté en el suelo, rascándome la cabeza y pensándome si todo había sido un sueño. «¿Será que estoy tan jodido que ya hasta me invento estas cosas?», pensé.
Por ahí escuché a alguien tocando la puerta. Era la doña que renta los cuartos de la vecindad. «¿Qué pasa, Toño? Te oí como que andas barriendo los santos», me dijo. «Ah, nada, doña. Nomás ando buscando algo, pero no se preocupe», le contesté, tratando de disimular mi histeria.
Pero ya estaba yo que no veía la puerta de salida. Empecé a revisar en la cocina, hasta en la despensa donde guardo las bolsas de frijol y arroz, por si acaso había dejado el boleto ahí. Pero nada. Ya hasta me empezaba a doler la panza de los nervios.
Y ahí estaba yo, cuando recordé. ¡La lavadora! Claro, seguro lo dejé en mis pantalones. Corrí a sacar la ropa, y ahí estaban mis pantalones, empapados, arrugados. Metí la mano en la bolsa, y sí, ahí estaba el maldito boleto. Lo saqué, pero, carajo, ya no se le veían los números, todo hecho un chicle, como si lo hubieran mascado.
Quise llorar. Te juro que quise llorar. Nomás me quedé viendo ese pedazo de papel arrugado y mojado. Pensé en los quinientos millones, en mi casa, en mi camioneta, y luego en que todo se había ido por un boleto mojado.
Al siguiente día, fui al puesto de don Chuy, el lotero. «Chuy, ¿qué pasa si el boleto está… pues, medio jodido?», le pregunté, tratando de no sonar como un idiota. Don Chuy nomás me vio con esa cara de «lo siento, hijo, pero estás frito».
«Pues, joven, ahí no hay nada qué hacer. La Lotería no acepta boletos maltratados. Esos deben estar intactos», me dijo, con ese tono que me hizo querer aventarle una de mis quesadillas en la cara.
Y ahí acabé yo, sentado en mi puesto, viendo cómo la gente compraba sus tacos, mientras pensaba en los quinientos millones que nunca vería. Toda la semana fue un dolor de cabeza, cada cliente me recordaba lo que había perdido. Hasta que, de pura rabia, decidí olvidarme del boleto.
Pasaron unas semanas. Seguía con mi rutina, levantándome temprano, vendiendo tacos, comiendo en la esquina. Hasta que un día, escuché en la tele que el premio no había sido reclamado y sería donado a causas de beneficencia. Ahí me pegó de nuevo la tristeza.
Y así, compadre, es como perdí los quinientos millones. Pero al menos me queda esta historia, que siempre cuento entre risas, aunque por dentro me duela. Porque a veces, la vida nomás nos da una mordida y luego nos escupe, pero, ¿qué le hacemos? Así es esto.

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